Publicada en: El Mercurio de Valparaíso, 20 de febrero de 2021.

Aquello que ninguna constitución deja de abordar es la estructura y límites del Estado y su régimen de gobierno. Y es precisamente en esas materias en las que una nueva carta fundamental puede introducir mejoras más relevantes, que aumenten la capacidad de las instituciones políticas para responder a las expectativas ciudadanas. Nuevas reglas y principios que establezcan mayores incentivos para la moderación política, la búsqueda de acuerdos, la colaboración entre el ejecutivo y el legislativo, la gobernabilidad y una efectiva modernización y descentralización del Estado son, así, puntos clave del debate.

En cuanto al régimen de gobierno, la gran mayoría de los expertos coincide en una mirada crítica hacia nuestro sistema presidencial. Éste da muchas atribuciones al presidente y pocas a los congresales, favorece el conflicto entre ambos poderes –y, por tanto, el bloqueo institucional- y carece de salidas expeditas para situaciones de crisis.

En teoría, la mejor solución podría ser la adopción de un régimen parlamentario, como tiene la mayoría de las democracias exitosas. Pero esa sería una reforma muy a contrapelo de nuestra cultura política y especialmente inoportuna en estos tiempos. Lo que básicamente caracteriza al parlamentarismo es que en él el gobierno y su jefe no surgen de la elección de los ciudadanos, sino del acuerdo de los partidos políticos en el parlamento. Y aunque Diego Portales pensó en el presidente como una figura autocrática, lo cierto es que hoy su importancia en nuestra cultura política es la contraria: el hecho de constituir su elección el momento democrático por excelencia, en que la ciudadanía decide la orientación política del país. El parlamentarismo eliminaría ese momento.

Por ello, muchas voces se manifiestan a favor de un régimen semipresidencial, en que el presidente sigue siendo elegido por la ciudadanía, retiene en cualquier caso algunas funciones relevantes y, a fin de cuentas, se comporta como jefe del gobierno en la medida en que su gabinete cuente con el apoyo de la mayoría de una o ambas cámaras del parlamento. El modelo obvio es el francés.

Pero la escasez de experiencias semipresidenciales exitosas invita a una mirada atenta. Un cambio como este puede mejorar las cosas, pero solo si va acompañado de otras reformas, sin las que podría incluso agravar las disfuncionalidades actuales y conducir a más conflictos, bloqueos e inestabilidad institucionales. Entre otras cosas, parece necesario contar con un sistema para elegir parlamentarios que evite la excesiva fragmentación y escogerlos no el día de la primera vuelta de la elección presidencial, sino el de la segunda o incluso algo después (como ocurre en Francia), de modo de dar al presidente una razonable oportunidad para conseguir mayoría en el legislativo.